Sol. Estamos cerca de Punta del Este. Sol de mediodía.
Punta del Este. El olor agridulce a perfumes, a fierros, a plásticos quemados me lo dice.
Melinda luce su malla y Marcos le aceita su aceite, una enzima sexual chorrea babeante por la cubierta, translúcida, invisible, intangible,
exasperante.
Y sube el chico rico Vladimir: un famoso actor musculante y con un eterno
rictus europeo, erecto, perfecto,
sube a cubierta descubierto y acompañado por sus
zarpados guardaespaldas peones desgarbados.
Nos ignora por completo. Y se acomoda parapeta escribe y leuda en su reposera blanca.
Sé de sobra que tipos así darán un espectáculo, un show: mi padre, mi hermano Julián,
yo mismo cuando enfermo.
Y va.
Uno de aquellos que le asisten la espalda osa escupir en cubierta,
la sal lo desesperó o la brisa marina o la vida...
El chico rico Vladimir supura una furia marrón desde los ojos, lanza una trabada carcajada disonante, se levanta como un rayo y...
No sé cómo explicarlo. No lo explico.
Cae el guardaespaldas al agua. Sus compañeros peones agachan la cabeza mientras un cristalino y gelatinoso trozo de vergüenza les va cayendo desde sus cabezas. El chico rico Vladimir deja claro el lugar de los excesos, el lugar de las sanciones, el podrido sitio obtuso y tibio del error y la
injuria correspondiente. Moral zonal.
Melinda sonríe. Agita tímidamente zorra sus cobrizos pechos o cánceres de piel y se
manosea el pelo. Me gusta. Y Marcos murmura murmura murmura
algo de sindicatos, anomalías y otros conflictos.
El sol de Punta del Este ondea su fuego desparejo por mi cabeza, el aroma de mi propio tabaco ya es cadavérico. Y en un segundo de fresca luz (luciérnaga)
recuerdo que el mejor lugar en verano es acostarse bajo la cama, el contacto de la espalda cargada con el fresco suelo, la oscuridad elegida... Y bajo bajo bajo bajan hago bajar
mis hombros
y el pecho
hasta mi camarote.